Quizá sea por ese miedo irracional que siento hacia lo desconocido, que el cerrar los ojos e imaginar que un día no tendré este cuerpo y no estaré en este mundo es uno de los pocos ejercicios que me petrifican.
En el Norte somos austeros, nuestras costumbres, aunque ricas, no son tan coloridas y variadas como en el centro y sur de este mismo país, sin embargo agradezco y le reclamo a mi tierra las mezclas, los extremos y las ironías con las que me ha criado, aun a kilómetros del centro.
Pero hace algunos años, no recuerdo bien el momento exacto descubrí lo que para mi es una de las tradiciones más hermosas del género humano: la tradición de los altares y todo lo que ello significa en el día de muertos.
Aunque cada región de México tienes sus variantes al respecto, la belleza y misticismo de esta fecha engloba en general un concepto brillantísimo: los ausentes vienen a pasar un rato con los presentes, sin sustos, sin miedos, sin misterios.
Mi fascinación se enganchó del pensamiento mágico que crea la realidad paralela de que “el muertito” (llamarlos en diminutivo es también digno de otro blog) pide permiso ESA noche para bajar a departir en un verdadero festín de colores, olores y sabores con los que aun penamos en este mundo matraca.
El pecho se me llena de suspiros y esperanzas cuando visualizo la fiesta, no son fantasmas, son almas limpias que piden permiso para salir, se los dan y mezclando tierra con cielo, emprenden el viaje en su carácter de alma-cuerpo etéreo, caminando en una peregrinación larga, sentida, que saben que valdrá la pena porque los del más acá hemos arreglado todo para respetar, disfrutar y vivir esa noche un poco de su muerte, de su paz por fin lograda, de su presencia que nunca se fue y de ese amor que no fallece.
Y así, hemos dispuesto todo, trabajamos varios días recortando papel, consiguiendo las flores, las fotos, los objetos, los recuerdos. Le compramos ropa nueva para que se cambie, ha de ser nueva, se lo merece. Señalamos con velas el camino para que pueda llegar a su propio altar ya que es difícil saber cual es cual entre tanto difuntito… marcamos en el piso con tierra, piedras y flores de cempazúchitl los puntos cardinales parque que no se desubique en su camino de regreso.
Al llegar encontrará un vaso de agua, un espejo y un anafre, llegará con sed, frío y con ganas de arreglarse, hay que pensar en todo. Colocamos en los escalones del altar con gran dedicación y cariño lo que le gustaba: que si el tequila, que si un cigarrito, que si la guitarra, que si la pelota de beisbol. Preparamos como antaño su comida preferida y por supuesto pan de muerto, que aunque el no puede comerla en el estricto sentido carnal, si la degustará con nosotros y nosotros la disfrutaremos por él y con él. Qué mejor sentido para un banquete!
Tocaremos la música que juntos escuchamos, que le gustaba a él y lo sentiremos en cada acorde en cada palabra, en cada melodía. Nadie se quiere dormir, y es que el dolor de su ausencia, de su muerte, de nuestra vida si el o ella se alivia y se refresca en este altar de velas, olores y colores, y hay que pasarla despierto, en vigilia ya habrá tiempo de dormir cuando muramos.
El primero de noviembre vienen los angelitos, los niños que se fueron antes, que sólo estuvieron aquí un ratito para iluminar la vida de quienes los conocieron y luego regresaron a su nube, son hermosos, vienen brincando, cantando, consentidos de Dios. El dos de noviembre vienen los adultos, esos vienen en grande hordas, a paso lento y cuidadoso porque no se quieren caer. Buscan con la mirada a los suyos, o bien por los olores se dejan guiar, otros caminan tras la música que los llama.
La velada desvelada se llena de recuerdos que solo por esa noche tienen permiso de volver a vivirse de manera tan exacta que hasta muestran detalles que muchos habían olvidado, que esto y que lotro salud!… el difunto está en medio y se presiente, esa noche mágica no hay ánima que sea malvenida o no deseada. La noche ayuda con sus murmullos y sus vientos y la luna hace guardia, pues aunque esté ausente, está siempre presente.
Los animales del monte que rodea al Camposanto se inclinan por respeto y se llenan de energía, emisarios instintivos no juegan con lo que no es para jugar.
Y es ese pensamiento que bien García Márquez podría apropiarse por completo en una de sus novelas del más alto realismo mágico, lo que hace que esta celebración sea tan y tan hermosa para mi. Este sincretismo perfecto no es de nadie sino de mi pueblo, y me ofrece a mí, norteña austera de tradiciones y costumbres la oportunidad de viajar por una realidad paralela llena de nostalgia y de fe.
Porque en cada altar y en cada ofrenda, somos nosotros los que revivimos al recodar y amar tanto, somos nosotros los que viajamos, somos nosotros los que nos alimentamos de sabores, olores y sonidos que tienen un nombre y un apellido. El nombre de quien se fue para nunca volver, pero que en realidad para nosotros, no se ha ido.